lunes, 4 de octubre de 2010

Mensaje del Papa a los ancianos


Mis queridos hermanos y hermanas

Me alegra mucho estar entre vosotros, los residentes de San Pedro, y agradezco a la Hermana Marie Claire y a la Señora Fasky sus amables palabras de bienvenida de parte vuestra. Me complace saludar también al Arzobispo Smith de Southwark, así como a las Hermanitas de los Pobres y al personal y voluntarios que os atienden.

Puesto que los avances médicos y otros factores permiten una mayor longevidad, es importante reconocer la presencia de un número creciente de ancianos como una bendición para la sociedad. Cada generación puede aprender de la experiencia y la sabiduría de la generación que la precedió. En efecto, la prestación de asistencia a los ancianos se debería considerar no tanto un acto de generosidad, cuanto la satisfacción de una deuda de gratitud.

Por su parte, la Iglesia ha tenido siempre un gran respeto por los ancianos. El cuarto mandamiento: «Honra a tu padre y a tu madre, como el Señor tu Dios te ha mandado» (Deut 5,16), está unido a la promesa, «que se prolonguen tus días y seas feliz en la tierra que el Señor tu Dios te da» (Ibid). Esta obra de la Iglesia por los ancianos y enfermos no sólo les brinda amor y cuidado, sino que también Dios la recompensa con las bendiciones que promete a la tierra donde se observa este mandamiento. Dios quiere un verdadero respeto por la dignidad y el valor, la salud y el bienestar de las personas mayores y, a través de sus instituciones caritativas en el Reino Unido y otras partes, la Iglesia desea cumplir el mandato del Señor de respetar la vida, independientemente de su edad o circunstancias.

Como dije al inicio de mi pontificado: «Cada uno de nosotros es querido, cada uno es amado, cada uno es necesario» (Homilía en el solemne inicio del Ministerio Petrino del Obispo de Roma, 24 de abril 2005). La vida es un don único, en todas sus etapas, desde la concepción hasta la muerte natural, y Dios es el único para darla y exigirla. Puede que se disfrute de buena salud en la vejez; aun así, los cristianos no deben tener miedo de compartir el sufrimiento de Cristo, si Dios quiere que luchemos con la enfermedad. Mi predecesor, el Papa Juan Pablo II, sufrió de forma muy notoria en los últimos años de su vida. Todos teníamos claro que lo hizo en unión con los sufrimientos de nuestro Salvador. Su buen humor y paciencia cuando afrontó sus últimos días fueron un ejemplo extraordinario y conmovedor para todos los que debemos cargar con el peso de la avanzada edad.

En este sentido, estoy entre vosotros no sólo como un padre, sino también como un hermano que conoce bien las alegrías y fatigas que llegan con la edad. Nuestros largos años de vida nos ofrecen la oportunidad de apreciar, tanto la belleza del mayor don que Dios nos ha dado, el don de la vida, como la fragilidad del espíritu humano. A quienes tenemos muchos años se nos ha dado la maravillosa oportunidad de profundizar en nuestro conocimiento del misterio de Cristo, que se humilló para compartir nuestra humanidad.

A medida que el curso normal de nuestra vida crece, con frecuencia nuestra capacidad física disminuye; con todo, estos momentos bien pueden contarse entre los años espiritualmente más fructíferos de nuestras vidas. Estos años constituyen una oportunidad de recordar en la oración afectuosa a cuantos hemos querido en esta vida, y de poner lo que hemos sido y hecho ante la misericordia y la ternura de Dios. Ciertamente esto será un gran consuelo espiritual y nos permitirá descubrir nuevamente su amor y bondad en todos los días de nuestra vida.

Con estos sentimientos, queridos hermanos y hermanas, me complace aseguraros mi oración por todos vosotros, y pido vuestras oraciones por mí. Que Nuestra Señora y su esposo San José intercedan por nuestra felicidad en esta vida y nos obtengan la bendición de un tránsito tranquilo a la venidera.


¡Que Dios os bendiga a todos!